Se dice que, cuando los pastores se alejaron y la quietud volvió, el niño del pesebre levantó la cabeza y miró la puerta entreabierta. Un muchacho joven, tímido, estaba allí, temblando y temeroso.
- Acércate- le dijo Jesús- ¿Por qué tienes miedo?
- No me atrevo... no tengo nada para darte.
- Me gustaría que me des un regalo - dijo el recién nacido.
El pequeño intruso enrojeció de vergüenza y balbuceó:
- De verdad no tengo nada... nada es mío, si tuviera algo, algo mío, te lo daría... mira.
Y buscando en los bolsillos de su pantalón andrajoso, sacó una hoja de cuchillo herrumbrada que había encontrado.
- Es todo lo que tengo, si la quieres, te la doy...
- No - contestó Jesús- guárdala. Querría que me dieras otra cosa. Me gustaría que me hicieras tres regalos.
- Con gusto - dijo el muchacho- pero... ¿qué?
- Ofréceme el último de tus dibujos.
El chico, cohibido, enrojeció. Se acercó al pesebre y, para impedir que María y José lo oyeran, murmuró algo al oído del Niño Jesús:
- No puedo... mi dibujo es horrible... ¡nadie quiere mirarlo... !
- Justamente, por eso lo quiero... siempre tienes que ofrecerme lo que los demás rechazan y lo que no les gusta de ti. Además quisiera que me dieras tu plato.
- Pero... ¡lo rompí esta mañana! - tartamudeó el chico.
- Por eso lo quiero... Debes ofrecerme siempre lo que está quebrado en tu vida, yo quiero arreglarlo... Y ahora -insistió Jesús- repíteme la respuesta que le diste a tus padres cuando te preguntaron como habías roto el plato.
El rostro del muchacho se ensombreció, bajó la cabeza avergonzado y, tristemente, murmuró:
- Les mentí... Dije que el plato se me cayó de las manos, pero no era cierto... ¡estaba enojado y lo tiré con rabia!
Eso es lo que quería oírte decir -dijo Jesús- Dame siempre lo que hay de malo en tu vida, tus mentiras, tus calumnias, tus cobardías, tus crueldades. Yo voy a descargarte de ellas... No tienes necesidad de guardarlas... Quiero que seas feliz y siempre voy a perdonarte tus faltas. A partir de hoy me gustaría que vinieras todos los días a mi casa
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