Hace muchos años, había un niño que hizo una hazaña heroica. Su nombre era Peter y vivía en Holanda, un país junto al mar.
En Holanda, Una gran parte de sus tierras son de tal modo bajas, que las inundaría el mar si no tuvieran alrededor de la costa unas grandes paredes que impiden el paso de las olas. Ahí el mar ejerce tanta presión sobre el terreno que la gente construyó grandes muros de tierra y piedra para contener las aguas. A todo niño pequeño de Holanda se le ha enseñado que estos grandes muros, llamados diques, deben ser observados a cada momento. No se debe permitir que el agua entre por los diques. Incluso un agujero del tamaño de tu dedo meñique era algo muy peligroso.
Una tarde a principios del otoño, cuando Peter tenía siete años, su madre lo llamó. “Ven, Peter,” le dijo. “Quiero que cruces el dique y lleves estos pasteles a tu amigo el ciego. Si vas rápido, volverás a casa antes de que oscurezca.”
Peter estaba contento de ir, porque su amigo el ciego vivía sólo y siempre le alegraba tener visita. Cuando llegó a la casa del ciego, Peter se quedó un rato para contarle de su caminata por el dique. Le contaba del brillante sol y las flores y los barcos dentro del mar. Luego, Peter recordó que su madre quería que regresara a casa antes de que oscurezca.
Entonces, se despidió y partió de regreso a casa.
Cuando iba caminando, observó que el agua golpeaba contra el costado del dique.
Había llovido mucho y el nivel del agua había subido. Peter recordó cómo su padre siempre hablaba de las “furiosas aguas.”
“Supongo que papá cree que están furiosas,” pensó Peter, “porque las mantenemos alejadas desde hace tanto tiempo. Bueno, me alegra que estos diques sean tan fuertes. Si éstos cedieran, ¿qué sería de nosotros? Todos estos campos estarían cubiertos de agua.
Entonces, ¿qué pasaría con las flores, los animales y la gente?”
De pronto, Peter notó que el sol se estaba ocultando. La oscuridad estaba cayendo sobre el terreno. “Mamá estará esperándome,” dijo. “Tengo que darme prisa.” Pero justo en ese momento escuchó un ruido. ¡Era el sonido de agua escurriéndose! Se detuvo, miró hacia abajo y vio un pequeño agujero en el dique, por el cual fluía un pequeño chorro.
¡Una fuga en el dique! Peter entendió inmediatamente el peligro. Si el agua entraba por ese pequeño agujero, pronto lo haría más grande, entonces las aguas podrían abrirse paso y las tierras quedarían inundadas.
Peter pensó en lo que debía hacer. Bajó por el costado del dique y metió su dedo en el pequeño agujero. ¡El agua dejó de salir!
“Ahora, las furiosas aguas se mantendrán alejadas,” dijo Peter. “Las mantendré alejadas con mi dedo. Holanda no será inundada mientras yo esté aquí.”
Pero luego pensó, “¿Cuánto tiempo puedo permanecer aquí?” Ya era de noche y hacía frío. Peter gritó, “¡Auxilio! ¿Hay alguien allí? ¡Auxilio!” Pero nadie lo escuchaba. Nadie vino en su ayuda.
Estaba oscureciendo más y haciendo aun más frío. El brazo de Peter empezó a adormecerse y entumecerse. “¿No vendrá nadie?” pensó. Entonces, gritó de nuevo pidiendo ayuda. Y como no venía nadie, gritó, “¡Mamá! ¡Mamá!”
Después de la puesta del sol, su madre había ido muchas veces a mirar al dique esperando ver a su pequeño hijo. Ella estaba preocupada, pero luego pensó que quizás Peter se había quedado a pasar la noche con su amigo ciego, como lo había hecho antes.
“Bueno,” pensó ella, “cuando llegue a casa por la mañana, tendré que regañarlo por pasar la noche fuera de casa sin permiso.”
¡Pobre Peter! Hubiera preferido estar en casa que en cualquier otro lugar del mundo, pero no podía moverse del dique. Trataba de silbar para sentirse acompañado, pero no podía porque le castañeteaban los dientes del frío. Pensó en su hermano y su hermana acostados en sus tibias camas, y en su padre y su madre. “No debo permitir que se ahoguen,” pensó. “Debo permanecer aquí hasta que alguien venga.”
La luna y las estrellas contemplaban al niño tiritándose. Tenía la cabeza inclinada y los ojos, cerrados, pero no estaba dormido. De vez en cuando, se frotaba la mano con la cual estaba deteniendo a las furiosas aguas.
La mañana llegó. Un hombre que caminaba por el dique, escuchó un ruido, algo así como un gemido. Se agachó y vio al niño abajo. Gritó, “¿Qué te pasa, niño? ¿Estás herido?¿Por qué estás sentado allí?”
Con una voz débil y apenas perceptible, el niño dijo, “Estoy impidiendo que el agua entre. Por favor, ¡dígales que vengan rápido!”
El hombre corrió a pedir ayuda. La gente vino con palas para reparar el dique y llevaron a Peter, el pequeño héroe, a casa, con sus padres.
Han pasado muchos años desde entonces; pero todavía:
Cuando el mar ruge como un diluvio, se enseña a los niños lo que puede hacer un niño, que es valiente, sincero y bueno.
Porque todos los padres y madres toman a sus hijos de la mano y les cuentan del pequeño valiente Peter cuyo valor salvó al país.
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