En Epfenbach, cerca de Sinzheim, todas las noches tres hemosas jóvenes vestidas de blanco entraban en la habitación del pueblo donde se reunía la gente para hilar.
Siempre aportaban nuevas canciones y nuevas melodías, conocían bellos cuentos y juegos divertidos. Sus ruecas y sus husos tenían también algo particular. Ninguna hiladora sabía torcer el hilo con tanta finura y agilidad como ellas. Todas las noches, al dar las once, se levantaban, hacían un paquete con sus ruecas y se retiraban, a pesar de todas las súplicas de la asamblea. Nadie sabía de dónde venían y adónde se iban. Simplemente las llamaban "las hijas o las hermanas del lago".
Los muchachos las veían con placer y varios se enamoraron de ellas, sobre todo el hijo del maestro de la escuela. Nunca se cansaba de escucharlas y de hablar con ellas. Y nada le apenaba tanto como el verlas partir tan temprano. Un día tuvo una idea. Hizo retrasar el reloj del pueblo una hora y, por la noche, entretenidos con la conversación y las bromas, nadie se dio cuenta de la hora real. Entonces, cuando el reloj dio las once, las tres jóvenes se levantaron, juntaron sus ruecas y se marcharon.
Al día siguiente, algunas personas, al pasar junto al lago, oyeron unos gemidos y vieron tres manchas de sangre en la superficie del agua. Nunca más volvieron a ver a las tres hermanas. El hijo del maestro, afectado por una languidez enfermiza, murió poco tiempo después. En las tres hermanas, dulces, amables y laboriosas, nada indicaba la frecuentación del espíritu de las tinieblas. Se recordó tan solo que los bajos de sus vestidos tenían a menudo el dobladillo mojado, única señal por la que se podía reconocer a las ondinas.
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