A principios del año de 1867 salía de Veracruz, rumbo a Europa, un vapor francés conduciendo a varios personajes que culminaron en el ya vacilante Imperio de maximiliano.
Iba entre ellos mi inolvidable padre que, fiel a sus principios políticos, creyó de buena fe que la monarquía y la inmigración europea salvarían al país de muchos desastres en lo futuro.
Y no sé si desengañado o sin voluntad para continuar en el gobierno, pues yo aún no cumplía quince años y nada entendía de política, optó por irse al extranjero.
De lo que no tengo duda es de que, tanto sus amigos como sus más encarnizados enemigos, aplaudieron su honradez sin tacha, única herencia que legó a sus hijos.
Estaba en los comienzos de aquel destierro, que duró más de ocho años, cuando se efectuó el drama de Querétaro, y mi madre y nosotros, tres hermanos, quedamos en la mayor pobreza.
Para vivir se fueron vendiendo todos los objetos de la casa, que desde que nací miré siempre, si no opulenta, dorada de cuanto exige el buen parecer a una familia bien relacionada y de limpia cuna.
Yo, que fuí liberal desde que tuve uso de razón y que admiraba y quería a Juárez, obtuve de ese grande hombre una beca, entré a la Escuela Preparatoria, comencé a escribir versos y llegó un 15 de septiembre en que, elegido por mis camaradas del colegio, tenía que ir a leer al Teatro Nacional una poesía, que a la postre resultó disparatada y llena de figurones imposibles.
Desde que me nombraron para leerla, me preocupé, como todos los pobres, con la adquisición de un traje para presentarme en la tribuna.
Hablé con mi madre, y ella, triste pero ansiosa de complacerme, me ofreció que realizaría mi deseo; y en efecto, la víspera de la gran fiesta nacional, ya estaba en mi poder un traje de buen paño de color azul oscuro.
No disimulé mi alegría; pero al mismo tiempo dije a mi madre:
- Habría preferido que me lo hubieran hecho negro.
- No era posible -me respondió-, ya te contaré a tiempo esa historia.
El 16 de septiembre desperté satisfecho de los primeros aplausos que había recibido en el teatro la noche anterior; y hablé de todas las peripecias ocurridas en el desempeño de mi comisión poética, delante de mis hermanos, a la hora de la comida.
Mi madre lloraba.
- ¿No estás contenta? -le pregunté.
- Sí, muy contenta; pero lloro porque veo lo que es la vida. la víspera de que tu padre saliera de México, me dijo: lo primero que hay que vender son los caballos y el coche. Encontré quien me los comprara, y dos semanas después recibía de la sastrería de Mivielle las dos libreas, la del cochero y la del lacayo, que ya habían sido pagadas anteriormente. Eran inútiles y estaban flamantes, y me conformé con guardarlas. ¿Quién había de comprarlas? Era levita, chaleco y pantalón, de color azul oscuro, con botones dorados.
De una de ellas, achicándola el sastre, he mandado hacer el traje con que has ido anoche a leer tus versos, por eso es azul oscuro, y por eso lloro, porque de una librea del cochero ha salido tu traje de ceremonia.
- ¿Y qué importa, madre mía?
- Es verdad, ¿qué importa?; muchos años tus trajes usados, pero en buen estado, vistieron a varios niños pobres, y hoy has tenido que vestirte de lo que se destinaba a la servidumbre.
¡Así es la vida!, no te envanezcas nunca por lo que tengas, ni te entristezcas cuando lo pierdas; sólo las virtudes constituyen el tesoro que se debe conservar siempre, y el libro de Job enseña mucho; léelo, hijo mio.
Juan de Dios Peza
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