Visitando un leprosario en una isla del Pacífico, me sorprendió que, entre tantos rostros muertos y apagados, hubiese alguien que conservaba sus ojos claros y luminosos, que aún sonreía, y que siempre decía «gracias» cuando le ofrecían algo.
Entre tantos «cadáveres» ambulantes, sólo aquel hombre se conservaba humano.
Cuando pregunté qué lo mantenía tan unido a la vida, me dijeron que lo observara por las mañanas.
Ví que apenas amanecía, acudía al patio y se sentaba frente al paredón de cemento que rodeaba al leprosario.
Allí esperaba... hasta que, a media mañana, tras el muro, aparecía durante unos cuantos segundos otro rostro: una bella mujer que le sonreía con una hermosa y amplia sonrisa. Entonces el hombre se hacía uno con esa sonrisa, y sonreía también él.
Luego la mujer se retiraba, y el hombre, iluminado, tenía ya alimento para seguir soportando otra jornada y para esperar a que, al día siguiente, regresara el bello rostro.
Era su mujer.
Cuando lo trasladaron de su pueblo al leprosario, la mujer lo siguió, y se quedó a vivir en el pueblo más cercano.
Y todos los días acudía para continuar expresándole su amor.
«Al verla cada día - me dijo el enfermo - sé que todavía vivo.»
... Muchos viven gracias a tu sonrisa, a tus palabras, a tu esperanza, al cariño que les puedas dar. No bajes los brazos.
Jamás dejes de sonreír y de tratar bien a los demás.
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